Gustos exóticos de la cárcel de Sabaneta

30.09.2013 10:15

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Foto: Cortesía Ultimas Noticias

¿Sabía usted que en la cárcel de Sabaneta, ubicada en el estado Zulia, no sólo había prisioneros, sino también dos vacas, ocho chivos, perros de raza, un cunaguaro, decenas de guacamayas, canarios, pericos, monos y una baba?.

A raíz de los sucesos sangrientos ocurridos el pasado lunes, en los que perdieron la vida diez y séis reclusos, varios de los cuales fueron descuartizados, las autoridades decidieron el desalojo de la cárcel y fue allí cuando se hizo pública la noticia de la presencia del “zoológico” que había en el interior.

Pero eso no es lo más grave. Lo peor, lo que hierve la sangre y causa la más profunda indignación, es que también se descubrió que había numerosas familias viviendo desde hace varios meses dentro de la cárcel, haciéndoles compañía a sus parientes presos. ¿Familias? Si, familias, mujeres con hijos de todas las edades, hijos que, por supuesto, eran privados, entre otras cosas, de su derecho al estudio. Lea la historia completa este domingo en la Crónica Negra, de Wilmer Poleo Zerpa, que reproducimos a continuación:

Mami, mami, mía, un guau guau -dijo la criatura asomada a una ventana, al tiempo que intentaba bajarse de la cama en la que estaba junto con su madre.

-No hijo, ese no es un guau, guau, ese es un chivo, guau, guau es tu Bachi -respondió la mujer al niño sin dejar de mirar la televisión, pero señalándole con el dedo un perrito Puddle que estaba dormido en un rincón.

-Nooooo, ete no chivo. Ete un guau guau, ete oto Bachi -insistió la criatura como con intenciones de iniciar un berrinche, y se terminó de arrancar el pañal, única vestimenta que llevaba, pues el calor aquella tarde era sencillamente inaguantable, aunque había dos ventiladores grandes en la habitación.

El pequeño había visto el chivo a través de una reja que daba hacia el patio central de la cárcel. El animal era propiedad de unos presos y pertenecía a un grupo de ocho que estaban regados por los alrededores y estaba pastando al lado de dos vacas grisáceas, a las que se le notaban las costillas. Muy cerca de allí había un Cristo de yeso, cuya estructura exhibía varias perforaciones de bala y que parecía vigilar el lugar.

En aquella habitación sólo estaban la mujer que miraba la televisión, y que a cada instante se asomaba a la ventana, y dos niños de cuatro y siete años de edad. El de siete estaba dormido. El papá de los chiquillos había salido temprano y sólo le había dicho a su mujer quédate aquí adentro y no salgas por nada del mundo, pase lo que pase, oigas lo que oigas, que hoy tenemos una pequeña fiestecita con la gente de allá al lado, y ella no preguntó qué fiestecita era esa, porque sabía qué quería decir él, pero se quedó preocupada porque ella, que llevaba varios meses viviendo allí, sabía muy bien a quién se refería él cuando le dijo la gente de allá al lado, y lo que hizo fue encomendarlo a Dios cuando él estaba sacando un fusil de la parte de arriba de un escaparate y se metió en los bolsillos unos cargadores repletos de unas balas largas que parecían dedos.

Y él se fue, y antes de irse no quiso despertar a sus dos hijos, sino que les acarició la cabeza, y a ella le dio un beso y ella sintió que estaba temblando y pensó que miedo no era, porque él no era un hombre de muchos miedos, sino más bien cosas de la adrenalina, que siempre hace temblar a la gente.

La semana anterior habían hecho una fiesta infantil en el otro patio porque uno de los niños que vivía allí estaba cumpliendo años, pero a los niños de este lado no los invitaron porque parece que los papás de aquí y los de allá no son muy amigos, pero los niños de aquí se asomaron por las rejas y vieron que había unos payasos saltando de un lado a otro y que había un colchón inflable y una piscina y comenzaron a llorar porque ellos, que también eran bastantes, no tenían fiesta, y ellos no entendían por qué aquellos niños sí podían jugar con los payasos y lanzarse de cabeza en el colchón inflable y meterse en la piscina, que buena falta les hacía porque el calorón insoportable y mearse allá adentro si les daba la gana, pupú no, porque el pupú sí la ensucia, pero los papás de ellos les dijeron que se quedaran tranquilos, que les iban a hacer una fiesta a ellos y no iban a invitar a los de allá y que la de ellos estaría mejor porque habría carritos de perros calientes y algodón dulce y una fuente de chocolate.

Ya los niños se habían dormido cuando sonó la primera explosión, y la mujer que miraba la televisión saltó de la cama y se asomó con cuidado en la ventana, y en eso comenzaron a sonar muchos disparos y todo el mundo empezó a gritar tanto de este lado como del otro, y los niños de aquí y de allá se despertaron y no entendían lo que estaba pasando y todos lloraban y vinieron otras explosiones y se escuchaba asómate pajúo pa' que vos veáis, y del otro lado le contestaban cosas que no se entendían bien y los tiros no cesaban y tampoco los estallidos y los presos de aquí comenzaron a meterse para el lado de allá y por la radio se decía que se estaban matando en Sabaneta y los chivos corrían enloquecidos y decían beeeee, y chocaban con las vacas y los conejos, y hasta un mapache salió disparado y no hallaba dónde esconderse, y los niños continuaban llorando y algunas mujeres también lloraban y quién me mandó a mí a meterme en esta vaina, decían, y se metían debajo de las camas y los disparos destrozaban las paredes, los techos, ayúdame Chiquinquirá, protege a mis críos, decía una joven morena que se arrastraba como culebra por el pasillo en medio de la plomamentazón para tratar de llegar a su cuarto porque ella no sabía nada y cuando comenzó todo ella se estaba alisando el pelo en el baño con una plancha que había comprado por Amazon.

Rato después dejaron de escucharse los disparos y uno de los hombres subió y les dijo que ya todo había pasado, que los del otro lado se iban a rendir porque se les habían acabado las balas, pero en eso sonó otro pocotón de tiros y volvió la gritería, el llanto de los niños y los carrerones por los pasillos, pero luego se escucharon fue risas, risas que venían como del patio, donde está el Cristo agujereado, y todos reían como enloquecidos y después subió otro hombre que les dijo que ya todo había terminado y después se supo que los tres hermanos que tenían el control del área de al lado se habían rendido y que Edwin Soto, que era el jefe de aquí, les había dicho que no les creía, que si se iba rendir debían salir desnudos y los tres hermano y sus luceros salieron desnudos y cuando estaban allí, en medio de patio tan sólo con sus interiores, el mismo Soto les echó una ráfaga de tiros y luego todos comenzaron a dispararles y uno de ellos se les acercó a los hermanos muertos y le abrió el pecho con un cuchillo y le sacó el corazón y los presos se tomaron fotos con el corazón que rezumaba sangre, pero eso no lo vieron los niños y tampoco las mujeres.

Y cuando la ministra vio todo aquello, dicen que primero le dio mucho asco y tenía ganas de vomitar, pero que después le dio una calentera y dijo que esto no podía ser y luego se puso más brava todavía porque le dijeron que adentro había varias familias viviendo desde hace meses con chamitos y todo, y que los chamitos no iban a la escuela, y la ministra echaba espuma por la boca y ordenó que había que desalojar la cárcel y el Soto le mandó a decir que no se metiera en eso, que eso era un rollo interno, normalito en la cárcel, pero la ministra, de brava que estaba, dijo que la decisión de desalojar la cárcel ya estaba tomada y hubo mucha tensión porque los presos de aquí pensaban que ahora debían dispararle no a los de al lado, sino a los verdes, que son los guardias, pero a la final hubo unas conversas y los presos se ablandaron y los trasladaron para otros penales del país y a los chamitos los mandaron a revisar con unos médicos y después los mandaron para sus casas con sus mamás, porque casas sí tenían, aunque una funcionaria dijo que provocaba darles una pela.

 

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